viernes, agosto 03, 2007

El Retorno

Toda la inmensidad se abre ante sus ojos, desnuda, estéril, tremenda, como un desierto sembrado de dunas, sus manos llenas de nada, sus pies calzados de frío, limitan sus instintos de conquista. Toda la soledad lo enfrenta desafiante, yerma, desgarradora y escalofriante.
Palpita en su corazón un instinto de supervivencia. Toda la noche se derrama sobre su hambre, sobre su frío, sobre sus necesidades urgentes.
Su espíritu sangra sobre su fe, y en su alma vagan los principios que la sostienen. Hurga en su mente, busca las llaves que le permitan abrir alguna puerta, araña los muros sellados y los enfrenta con los puños cerrados, con la impotencia de verse muriendo a solas, sin ser visto por nadie.
Agotado de angustia, reconstruye sus últimos momentos alegres, se descubre riendo, desaprensivo, mirando un horizonte fugado de tiempo, masticando una esperanza pronta.
Abrumado, más muerto a la vida que nunca, se precipita a un deseo de cancelar su existencia, desafía los propósitos que un día lo hicieron ser constructor de futuros vestido de risas y cantos.
Una lágrima furtiva rasguña su rostro, se enreda en los agudos pelos, de su barba de días y se pierde en su mentón reseco.
Hay un dolor muy adentro, demasiado quizás, un dolor de años, de ausencias, de frustraciones, de desencuentros, con la vida, de esta vida que lo desangra, desnaturalizada, severa y esquiva.
La noche transita enigmática, fría, hermética, angustiosa, sus miserias se asoman desde todos los costados, y se clavan en su estómago como ansias indecibles, como un deseo profundo e inalcanzable, de apagar el fuego que arde y quema sus entrañas. La mesa desierta apunta a su hambre y dispara una sensación de desamparo profundo y cruel, como un latigazo que lacera el cuerpo.
Camina de un lado a otro, sus piernas están enclenques, desanimadas para enfrentar una mañana próxima, ya no desea ver el sol, ni la miseria permanente de la pieza. Le desespera pensar que la muerte atravesará esos muros por cualquier rendija y robará su alma, para dejar que su cuerpo esmirriado sea pasto de las ratas.
¡No!, “Lo único que me queda es ser digno en mi muerte”, se lo ha prometido muchas veces, al enfrentarse voluntariosamente a su sino, sin descorrer el velo de la angustia, mas allá de lo permitido.
Sale a la calle, la brisa abofetea su rostro, deambula buscando el lugar propicio para dejar su cuerpo abandonado y dar la libertad al espíritu enclaustrado en este cascarón desgarbado y flaco.
Sobre la acera, tendido de costado, un hombre cubre con cartones su cuerpo, bajo él, una rejilla metálica despide el calor que expele el calefactor central del edificio del lado. El hombre duerme, sólo el calor que emerge de la rejilla entibia su cuerpo. Lo mira reflexivo, y vuelve su rostro. Se siente avergonzado de la pobreza de aquel miserable. Vuelve sus pasos con lentitud, se tiende más tarde en su cama, con la secreta esperanza que mañana, igual que Job, sea levantado de las cenizas.


Maximiliano
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