viernes, agosto 03, 2007

Alberto

Se detuvo un instante frente al árbol, miró su forma y su rugoso fuste, untó el largo hisopo en la pintura y luego marcó dos puntos de color amarillo, uno en la base del tronco y el otro frente a su pecho. - Te perdono la vida- murmuró y se desplazó por entre el tupido follaje. Nuevamente se detuvo frente a otro árbol, examinó su fuste miró su copa y exclamó – a ti te condeno - y se alejó de él, sin dejar marca alguna.
Él caminaba en un rumbo que parecía ambiguo, pero en su mente estaba muy bien definido, y siempre rezando los mismos dichos: “te perdono”, “te condeno”, “te perdono”, “te perdono” “te condeno”…

El agua venía atravesando frente a sus ojos en silencio. Apenas era perceptible un gorgoteo temeroso por entre las raíces y piedras romas enmusguecidas por la humedad del entorno. Dejó caer su cuerpo pesadamente sobre un tronco caído, quizás desde cuando; ahuecó sus manos, las llenó de agua y bebió, mojó su pelo y se quedó mirando el tronco derribado donde estaba sentado. Untó el hisopo y puso una marca sobre él, y luego otra y otra y otra más, mientras exclamaba casi irracional – ¡Te perdono!, ¡te perdono!, ¡te perdono!…Aunque ya estás condenado a morirte, yo te perdono, porque aquí soy tu juez, tu Dios y tu verdugo. Te perdono, porque siempre he sido bueno para perdonar, para aceptar sin muchas exigencias, cada cosa, cada maldita mentira y por eso estoy aquí pudriéndome como tú en este bosque….
El cielo matizaba todo los colores cercanos al rojo, antes que el sol fuera tragado como una hostia incandescente por la cordillera que distante se levantaba allá en la costa. Le gustaban los atardeceres de la primavera, y se quedó mirando el último aullido de luz del ocaso. Mientras, sobre una fogata remolona calentaba su merienda, sus movimientos descuidados y expertos trasuntaban una experiencia de tiempo. Se acomodó sobre su costado, tendió un mapa y trabajo sobre él, hizo algunas marcas, luego se dejó caer de espalda con su rostro hacia el cielo.
La soledad hace brotar los recuerdos más escondidos; cruelmente el sosiego fue trayendo y trayendo imágenes a su memoria. El sordo sonido del silencio gravitaba cruel, con un aroma húmedo y fatigoso. Y allí estaba él, sin moverse, tendido de espaldas masticando inconscientemente su comida y sus recuerdos, con la mirada fija en un punto lejano en el infinito, mientras las estrellas vigilaban su noche tránsida y bulliciosa de recuerdos añejos, caídos de un ayer que ya no era suyo, sino del tiempo que pasó. Estaban tan lejos en tiempo y distancia, pero la mente aún se amarraba a ese delito de amar tontamente, sin sujetar el desbocado y briosos corcel de los sentimientos.
Puso otro poco de leña en el fuego, se bebió de un sorbo el resto de café que había en el jarro, y como si despertara, de pronto exclamó – “¡Diablos!, casi no me queda comida, creo que mañana bajaré a pueblo” – se lo prometió a sí mismo, y agregó – Y falta me hace. Se tendió nuevamente y su mente se volvió a poblar de imágenes, Alejandra surgía de lo más secreto y revolvía su mente, hacía su siembra de desasosiego y cultivaba ese huerto aciago que había labrado, en un tiempo, con buenas manos en su corazón fértil. Era hermosa, frágil. Tenía esa virtud de hacerlo parecer todo tan mínimo, tan fácil, tan sin importancia; junto a ella, hasta sus convicciones intransables caían rendidas; pero la volubilidad de su vida había roto todo. Él podía ver aquello en ella con simpatía, pero eso fue lo que terminó por noquearlo, por dejarlo al margen, por sacarlo definitivamente de ese limbo, para ponerlo sobre un lecho de espinas.
Él, (hombre rudo, un poco rústico tal vez, tatuado con tradiciones antiguas de su rol de hombre, con un acervo cultural aceptable, y un respetable prestigio profesional), se sentía derrotado. Todo aquello eran cosas controlables, incluso podía mejorarlas o empeorarlas y él sería el mismo, nada alteraría sus convicciones de hombre; pero sin ella, su vida no tenía el significado que deseaba darle.
Había ocurrido aquella tarde lejana, en que la lluvia, sin prisa, sin presagios ni advertencias, cae calmada sobre los cuerpos que se anudan y la ignoran. Ese día se había dedicado, con toda su alma, a agasajarla, a servirla, como lo más amado que existe. Trataba de borrar tantos días de ausencia con sus manos torpes llenas de ternura; había buscado deseosamente ese encuentro íntimo, con la valentía de saberse amado y dispuesto. Quería sellar su enfervorizado sentimiento en esa entrega inevitable. Para él, aquel instante fue un aterrizaje violento, fue el golpe aleve que lo marginó de la vida y lo esculpió como un hombre huraño enclavado en las serranías, ejerciendo su dominio entre los bosques que agonizaban por la sentencia cruel del hombre. Ese fue el resultado de aquel hermoso encuentro, bajo una lluvia que lavó sus rostros y corrió un maquillaje para mostrar caras diferentes, que sus ojos nunca antes vieron.
- “¡Qué frustrante!, siempre me fijo expectativas tan pequeñas contigo y ni a esas alcanzo”…
Lo despertaba siempre la queja de su amada Alejandra. Aquél día él no llenaba ni las más mínimas de sus expectativas. Lo había denunciado como un pobre amante, como una fuente de frustración en su vida, lo había esperado hasta aquel momento, pero su examen final había sido reprobado y su calidad de hombre viril se derrumbó, como un árbol herido de muerte.
- “¿Acaso hay otro que sí llene tus expectativas?”- lo dijo sin darse cuenta, esperando una negativa o una mentira para esconderse detrás de ella, pero la respuesta fue otra, - “¿Y qué quieres? ¿Qué me pase la vida esperando, que aprendas a responderme como un hombre?”….-
Se quedó pasmado mirándola, apreció su belleza mientras se vestía, la vio salir sin decir nada, y él, quedó allí con la vergüenza de verse humillado, indeterminado, irresoluto, mitad cubierto de celos, mitad cubierto de rabia, ¿Cuánto rato estuvo así? Nunca ha encontrado la respuesta. El porqué es el repique que queda siempre en su mente y lo fustiga desde hace cinco años.
Su vida célibe es ahora un golpeteo en su mente, quizás por ello se mantiene tanto tiempo oculto en las serranías, desoyendo el llamado persistente de su cuerpo que se rebela contra su mente y que asoma en las madrugadas latente, viril, empujándolo a una búsqueda que no tiene sentido entre los montes. Como siempre, dejó sus recuerdos de lado e intentó dormir.

Los primeros albores de la civilización, le saludaron a media mañana, el viajar le era tedioso, los pequeños poblados asoman y desaparecían de prisa en su trayecto apresurado.
Cuando el sol estaba elevado a su máximo nivel, entró en la gran ciudad, Viene fatigado, con varias jornadas en el cuerpo sin siquiera saber qué día es. Aparcó en las primeras calles y caminó resuelto sin un rumbo determinado. Buscó entre las hojas ajadas de su libreta algunas direcciones telefónicas, despachó sus mensajes orales y continuó su caminata.
Sintió la caricia del agua corriendo por su cuerpo, luego se recostó en la tina y dejó que el relajo penetrara en él. Ya la noche estaba reinando por todos los rincones cuando salió del hotel, abrumado por el ocio, por lo reducido de los espacios, con los ojos cansados de chocar contra los muros, con una sensación de que el aire era escaso y que el techo caería sobre su cabeza. Ahora se sentía inquieto entre tanta gente que pasaba a su lado y lo hacia sentir como si él no existiera.
Su aspecto había cambiado, llevaba mejores ropas y su barba de varios meses, hirsuta y levemente encanecida, se veía afeitada, - Me debo respeto – se había dicho, mudó sus ropas, cortó sus cabellos y su barba. Se contempló en el espejo que colgaba enfrente de la barra del bar., se guiñó un ojo a sí mismo y bebió un trago de cerveza. No se sentía a gusto, deseaba insertarse en el mundo que él conoció, deseaba desandar aquella parte del camino, buscar en esas veredas un mañana diferente, sin tropezarse con el mismo cuestionario de cada día, del porqué, del si yo hubiera, …de tantas cosas que no tendrían nunca la respuesta adecuada.
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No fue el canto de las aves ni el grito asustadizo de algún zorro que lo trajo de vuelta de los sueños. Despertó perdido en una cama con sábanas blancas y un dolor de cabeza de los que no tenía memoria. Se sustrajo de la modorra y se puso de pie con rapidez.
La muchacha que le sirvió el desayuno le dedicó una larga y tierna mirada, tanto que él se sintió ruborizado. Los ojos cálidos y serenos despertaron ese recuerdo que se había quedado enredado entre las quilas y arrayanes, pero ahora estaban allí, puestos en el rostro agraciado de aquella muchacha que lo miraba y lo perturbaba. A medida que tomaba su desayuno, trataba de recordar cuánto tiempo hacía que permanecía tan ajeno del mundo, tan desconectado de todo; solamente tenía algún roce con quienes le habían contratado para hacer un trabajo en aquellos lugares desolados. Era una necesidad de olvidar por olvidar. Pero ahora la muchacha le traía a su mente los ojos de su amada Alejandra, la que lo condenara a ese destierro y que ahora le reprochaba un regreso impensado, una inconstancia vergonzosa de su parte. Su lugar no era éste, él debía volver a su hábitat, a sus regiones donde él era el amo y señor de súbditos estáticos.
-¿Desea algo mas señor? –
La pregunta lo sacó de sus cavilaciones. Como movido por un resorte dio vuelta y se encontró nuevamente con esos ojos y no supo qué decir,
- Le pregunto si desea algo más – insistió la muchacha
- No, no, está bien así,… no deseo nada más, - sus palabras brotaron nerviosas, tal vez hasta temerosas, sus ojos no se despegaron de los de la muchacha, hasta que ella se dio la vuelta.
Durante horas caminó por las calles de la ciudad buscando algo que ni él sabía. Entró en cuanto lugar pudo, se embelesaba en las vitrinas mirándolo todo, tratando de poner en su memoria cada cosa, añadiendo a su tiempo más tiempo, enajenando su mente en proporciones que él ignoraba.
Deambuló durante días. Algo había bloqueado sus responsabilidades de hombre constante y dedicado a sus labores. Con frecuencia se bebía algunas cervezas y volvía tarde al hotel, de mañana; se fustigaba con la mirada de la muchacha que le servía los desayunos; ésta, por su parte, le devolvía cada vez miradas más profundas, sus ojos por instantes se hablaban en un lenguaje inteligible. Aquello le trastornaba, se sentía adúltero ante su bien amada y temeroso de cualquier contacto que lo delatara como un amante frustrado y deseoso de derramar su virilidad contenida. Deseaba profundamente encontrar las respuestas a sus dudas y los ojos de aquella muchacha le imponían un sentimiento encontrado, no sabía cómo resolver aquel problema. Sus ojos se han dicho tantas cosas, no logra entender aún ese lenguaje y no se siente animoso a hacerlo; no sabe qué es lo que lo mueve hacia ella, si es pasión, ternura o un arrebato de primavera.
De tiempo en tiempo salía a recorrer los cines, los parques o, simplemente los escaparates. Su deambular de tantos días terminaron por fatigarlo. Ha transcurrido casi un mes y aún se siente irresoluto. Sólo María lo mantiene interesado a permanecer un poco más allí, de pronto se entusiasma en seguir ese juego pero luego reaccionaba como si se tratara de un pecado capital y se niega a toda posibilidad.
Aquella mañana, decidió volver a sus reductos, a su monte. Liquidó la cuenta del hotel, dejó sus cosas empacadas para retornar de regreso a la madrugada siguiente.
Quiso dar un último paseo, comprar algunas cosas que le faltaban y luego cerrar esa ventana que trajo una volcanada de aire fresco para su espíritu marchito. Caminaba ensimismado en sus preparativos de viaje, cuando una voz se clavó como un puñal de hielo en sus entrañas. Se quedó estático, no supo cómo reaccionar, su pensamiento giró en reversa a velocidades inimaginables. Esa voz está registrada en su memoria, desde mucho tiempo, nunca fue borrado ese timbre suave y algo agraciado, su nombre nunca le pareció más hermoso que cuando era dibujado por ella. Se dio vuelta con lentitud, y se encontraron frente a frente.
Muchas veces, había visto caer las hojas de los árboles cuando el viento alborotado y prepotente galopa entre las ramas con hojas secas, las sacude y éstas caen, como una bandada de pájaros que aterriza sobre el sembrado; así cayeron los recuerdos a su mente, las imágenes retenidas en el umbral de la memoria, los días felices, el tiempo hermoso de los encuentros, tantas jornadas juntos, todos aquellos recuerdos que siempre fueron aplastados por aquel miserable día de lluvia, ahora emergían tan claros, tan nítidos sin que nada los ocultara.
Sus miradas se cruzaron por un instante, que a él le pareció demasiado largo. Estaba como siempre, muy bella, con sus ojos húmedos, como si un miedo, un rencor, una alegría, un odio, el amor tal vez, o quizás que sentimiento, se reflejaba en ellos. Permaneció en silencio, abstruso indeterminado, sorprendido aún; no sabía qué hacer, ni cuál sería el desenlace de ese encuentro. Estaba acostumbrado a resolver otro tipo de situaciones más simples, donde el elemento era siempre predecible, pero ahora no sabía qué esperar ni qué camino debía coger, por eso esperaba, sin dejar de mirarla.
- Alberto, - repitió ella, su voz ahora fue más tenue, casi quebrada, cargada de emoción, -¿Dónde has estado todo estos años?, tanto te he buscado…
Realmente estaba confundido, durante cinco años sostuvo su dolor y la vergüenza que ella puso en su vida, durante todo ese tiempo, en que aprendió a vivir con una cruz sobre su espalda, se hizo prófugo de sí mismo, calló su llanto y sembró su pena entre cerros y montes, ignoró la fragancia de los Peumos, el fogonazo rojo de los Notros entre el siempre verde. No se compadeció de sí mismo cuando el frío trajinó su cuerpo, ni advirtió el cansancio, ni la sed, ni el hambre, hasta caer rendido sobre las hojarascas. Y ese pasadizo que lo llevó a transitar en esos lugares agrestes, inhóspitos a veces, ahora estaba frente a él nuevamente, ¿Para qué?, acaso para arrojarlo a lugares más distantes, más crudos o su destino sería el infierno,
- ¿Me buscabas para qué? ¿Quieres meter tu mano en mi herida para comprobar si aún sangra?
- No, por favor Alberto, debo hablarte, necesito que me escuches, dame esa oportunidad…
- Yo no sé qué podrías decirme, sólo recuerdo que “yo no alcanzo a llenar ni la más mínima de tus expectativas”
Dos gruesos lagrimones cayeron de los ojos de Alejandra, rodaron por sus mejillas y se detuvieron en el borde de su mentón. Alberto se estremeció, esa era la primera vez que la veía llorar, se sintió culpable de esas lágrimas; pero la vida le había enseñado a ser desconfiado.
-Te mentí, Alberto, aquella tarde te mentí…
Una vorágine de pensamientos cruzó por su cabeza, nuevamente se vio allí desnudo en el lecho, humillado en lo más profundo, herido por la traición, solo, desamparado en el mundo, agónico, desolado. Volvió su imagen yéndose, sin explicar nada, realmente estaba frente a algo que no comprendía. Cuál era la mentira, cual era la verdad, hoy poco importaba pero la ansiedad lo consumía. Alejandra, cabizbaja, estaba silenciosa, buscando tal vez la palabra adecuada para herirlo de muerte o para devolverle la vida.
- Alberto, - insistió ella –necesito que me escuches sólo un instante, luego me iré.
- No hay nada que puedas hacer que me devuelva los años que he sufrido, ni nada que me digas; me hará llegar más lejos de donde llegue.
Se sentaron sobre el pasto distante uno del otro, sus miradas no se volvieron a cruzar, el silencio se hizo lento y generoso. Alejandra estaba triste y las palabras parecían no querer salir de su boca.
- Antes que nos encontráramos aquel día, una semana antes, recibí los exámenes de una mamografía, ellos decían que yo tenía un cáncer ramificado en todo mi cuerpo, no tenía opción de vida, entonces pensé, ¿Cómo explicártelo?, ¿Cómo hacerte entender?. Yo no quería que me vieras morir poco a poco, que me vieras deshacerme ante tus ojos; hasta quedar en nada. Pensé en encontrar una salida rápida y eficaz, nada se me ocurría que no te hiciera permanecer a mi lado y consumirte conmigo. Por eso pensé que lo mejor era herir tu amor propio, dejarte e irme a esperar la muerte a solas.
Mientras Alejandra hablaba, los ojos de Alberto se fueron llenando de lágrimas, su pecho se contraía, como sin una prensa ejerciera una presión inmensa sobre él, se acercó a Alejandra y la abrazó fuertemente.
- Días después, - continuó hablando,- quise iniciar un tratamiento que me ayudara a pasar mejor mi enfermedad. Me hicieron otros exámenes y resultó que todo era un maldito error, un estúpido y absurdo error. Salí a buscarte, nadie supo nada de ti, te busqué por muchos lugares, pregunté a mucha gente. Cuántas cosas puede hacer uno en cinco años para encontrar lo que ama. Alguien me dijo que te había visto aquí...
Alberto ya no escuchaba. El llanto retenido de años afloraba cristalino, puro, como el manantial que brota inesperadamente entre las piedras. Era el llanto del soldado que vuelve de la guerra con heridas curadas, con cicatrices viejas. Era el llanto del gozo, del reencuentro, del amor inacabado. El llanto de las espinas arrancadas. El llanto de un hombre que a pesar de todo sigue amando.

MAximiliano.
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