lunes, julio 30, 2007

La Maire


Por las riberas oscuras de la noche cabalgan los hombres, el viento aprieta los ponchos contra sus cuerpos y en el andar lento pero seguro de sus caballos se advierte más que un cansancio, una calma intencionada.
Transitan ignorados por las soleras de los cerros, precipitando la suerte sobre sus jacas. La noche se entretiene en conversaciones eternas con el río y coquetea con el viento, que se sacude entre los árboles que asoman de pronto, como fantasmas negros estacionados a la vera de la senda.
Sin voces, sin comunicación alguna, en la oscuridad profunda del destino, en la espesura de las sombras, viajan con sus ojos hundidos en la pared que el frío antepone en su camino.
La brisa los azota húmeda, más bien mojada, luego es una finísima llovizna que moja sus rostros callados, serenos, tristes, inconteniblemente parcos, con ojos oscuros como la noche que atraviesan.
El rodar del tiempo marca sus compases, en el tranco de las bestias, a lo lejos se oye algunos ladridos o el graznido errante de algún ave de la noche, que cruza el horizonte de la lluvia. Ahora los golpes apagados de los cascos cayendo sobre la tierra mojada se hacen menos visibles al oído, que brujulea instintivo lo que los ojos no advierten. Todo este preludio antecede un destino ignorado, una ansiedad contenida y sustentada en el andar lento de los caballos.
Los dos jinetes se recortan contra el cielo, cuando el sendero se eleva descubierto y desaparecen, cuando vuelven a caer al riel fangoso del camino, que se esconde en túneles de árboles que los ocultan por momentos de la lluvia consecuente que no cesa.
El agua chorrea de sus ponchos, pero ellos se mantienen enclavados en sus monturas, impasibles, absortos en su cabalgata urgentemente necesaria. El resplandor de algún relámpago ilumina sus rostros taciturnos y los deja temblando en el espacio como una visión escalofriante.
La ruta se hace larga y el aguacero se desboca, el agua se encharca en el camino y las venas de los ríos se hinchan y cruzan el sendero veloces, a depositar en el cauce, allá en el bajo, sus tributos invernales.
Un alboroto de perros termina por romper el monótono canto de la lluvia y la agria soledad del camino. Aún nada es visible, sólo la intuición y la sabiduría innata les avisa que han llegado al destino. Los Perros no desmayan en sus algazaras, todavía las voces de los hombres permanecen calladas, retienen sus llamadas en el borde de los labios, como queriendo mantener un silencio necesario.
Apenas un silbido atraviesa los patios mojados y las paredes que permanecen ocultas en las sombras de la noche fría y mojada. No hay respuesta, la lluvia desciende más lenta, los perros repasan sus últimos ladridos y recorren los espacios abiertos buscando algo que ellos mismos ignoran. Nuevamente el silbido irrumpe irreverente y los perros responden ladrando; una voz lúgubre que emerge de las sombras los calla, la llama temblorosa de una vela se refleja débilmente en el barniz de la lluvia.
- ¿Quién es? – pregunta ahora la voz medrosa.- El Facundo, traigo al niño - sus palabras suenan triste, como arrastrándose en la lluvia- Pásalo pa’ca mi’jo - habló la voz, mientras cruzaba desde el patio a la cocina.
Desmontan cuidadosos, sus ojos acostumbrados a las sombras, se encandilan contra la luz anaranjada de un candil a parafina que dispara sus reflejos desde la puerta abierta. Adentro una vieja, encorvada sopla sobre las cenizas, substraída completamente de otro afán, añade unas chamizas secas que avivan las llamas ocultas en el rescoldo y, lentamente, el fuego va alargando sus manos rojizas que atrapan los leños que se agregan al fogón.
Entran con sus mantas mojadas, con sus sombreros chorreando agua y sus rostros entristecidos, adustos, serenos, resignados en cierto modo, miran a la vieja en sus quehaceres y cuando el fuego esta completamente encendido y el recinto medianamente tibio, uno de los hombres extrae de debajo de su manta el cuerpo frágil de niño que permanece semiinconsciente o semidormido, con sus mejillas rojas por la fiebre.
El hombre lo contempla, atento a descubrir algún movimiento, un atisbo de vida. Acerca su rostro para sentir si respiraba, mientras una impotencia tremenda se dibuja en su cara. Mira a la vieja que continúa en sus ajetreos sin siquiera preguntar qué tiene el niño, sin apurar sus atenciones al pequeño enfermo, pero, aun así los hombres permanecen revestidos de una paciencia terca e invulnerable.
Finalmente la vieja fija su mirada en el infante, acerca el lamparín y le examina con la mirada. Los hombres tratan de leer en su rostro el resultado de la inspección. La vieja masculla una letanía inteligible, mueve su cabeza negativamente mientras recorre el cuerpo del niño.

- Dos males tiene el güeñesito, Facundo, Un empacho y mal de ojo.
- ¿Se sanará, Maire?- Tenís que tener fe no más, si pasa la noche pu’e que se salve.

La vieja toma al niño y lo tiende sobre una banqueta, lo santigua invocando santos, profiriendo conjuros y azotando el aire con una rama de palqui; pone un poco de ají seco entre las llamas mientras continúa con su ritual. Los hombres respetuosos, se han quitado el sombrero, crédulos, entregados a los oficios de la vieja y contemplan resignados sus malabares, lentamente la vieja gira al niño, y descubre su espalda y con un poco de cenizas va frotando su columna desde el cóccix hacia arriba. De pronto toma su piel y la tira como si le diera un gran pellizco; un chasquido seco sonó entonces, el niño se queja levemente, la vieja cubre su espalda y lo vuelve boca arriba nuevamente. Todo el ceremonial continúa sin que nadie la interrumpa o pregunte algo. La vieja sigue sacudiendo la rama, y poniendo más ají y sahumerios en el fuego; eleva otras oraciones luego toma un crucifijo y vuelve a santiguar al niño.
Una vela se derrite lentamente, la esperma chorrea por su cabo mientras la llama alumbra el rostro desteñido de un santo de yeso; todo está envuelto en una claridad escasa, el sonido de la lluvia que estila del alero de la casa sostiene una cantata larga y aburrida, todo lo demás permanece en silencio, una melancolía bucólica adormece la tarde. El niño duerme, profundamente, su rostro sereno, levemente rosado descansa.

MAXIMILIANO.......
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