jueves, noviembre 16, 2006

Uno de mis viajes...por mi CHile querido...mi tierra...mi patria...

Primera clase

El tren se detuvo entre una gasa de neblina y una humareda blanca de vapor, un silbato largo anunció su llegada y por la chimenea de la maquina se descargó una volcanada oscura de humo alquitranado

Los pasajeros cariacontecidos descendieron al andén y entre ellos, un sacerdote con rostro adusto y cejo fruncido, con sotana negra, un sombrero alón, y un breviario en la mano. Su abultado equipaje lo componía un baúl y un par de valijas café, con las que los lugareños solícitamente le auxiliaron aun sin conocerlo. Reverentes a su autoridad de ministro de Dios, trataban de ganarse los favores del cielo moviendo el baúl y las valijas a voluntad del sacerdote.

Coelemo, era una estación grande, desde allí se transbordaban pasajeros a distintos destinos, lo hacían en carretas, de a caballos, etc. Pero los que se dirigían a la rivera norte del río Itata, específicamente Quirihue, eran beneficiados con un servicio especial de la empresa, un carromato de tracción animal, que los trasladaba hasta allí, sólo debían cumplir el requisito de haber llegado en tren desde Santiago a Chillán, así que el sacerdote que había hecho este itinerario y estaba destinado a ese pueblo, se dispuso a abordarlo.

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El frío invernal y la curiosidad de la gente lo acoquinaban, solo deseaba llegar pronto a Quirihue y destinar un tiempo al descanso, para luego proceder a ministrar en las cosas de Dios.
Cuando pidió su boleto para abordar el carromato el vendedor de pasaje le hizo una pregunta que a él le pareció un poco extraña.
-¿Primera, Segunda o Tercera clase?
El sacerdote, asomó la cabeza dentro del carro y vio que no había ningún asiento distinto a otro, no observó nada que lo hiciera pensar en primera segunda o tercera clase. El interior del carromato estaba formado por dos corridas de asientos absolutamente iguales, de tal forma que se volvió a la ventanilla un poco intrigado, pero nada dijo y pidió un pasaje de segunda clase, “ no pecaré de avaro pagando tercera clase, ni de ostentoso pagando primera” se dijo para sí. Y tomando el boleto se acomodó en un asiento.

A la hora señalada el carromato salió del pueblo, cruzó el puente de madera que se tendía sobre el río Itata y se adentró en un sendero sombrío con rumbo norte.

El camino estaba cubierto de un lodo invernal arcilloso, en partes unos charcos de agua lo atravesaban de lado a lado, y decenas de huellas de ruedas de carreta acrecentaban el barrial, de pronto el camino se empinaba por la ladera de los cerros que presagiaban un poco mas al poniente la cordillera de la costa, y luego caía a hondonadas perfumadas con aromas de peumos y boldos. El carro rodaba con lentitud, dificultosamente los caballos a veces lograban vadear algunas lagunas de barro.
El cochero instalado en un asiento sobre el pescante azuzaba las dos parejas de caballos con voz potente, y un largo látigo que estallaba sobre los lomos sudorosos de las bestias. Hasta que ocurrió lo predecible, el carro quedó encallado en un extenso barrial, los ejes estaban completamente perdidos en el fango, los caballos jalaban con ahínco mas el carro no avanzaba, el sacerdote en el interior masticaba sus oraciones, con los ojos entornados, sin hacer mucho caso de los que pasaba afuera, a hurtadillas miraba sus compañeros de viaje, reparando en sus vestimentas tan a la usanza campesina.
- Pasajeros de tercera....
La voz del cochero resonó autoritaria, el cura no comprendía que pasaba, pero vio como algunos de los pasajeros arremangaron sus pantalones, cambiaron su calzado por ojotas y bajaron al lodo, lentamente el carro comenzó a moverse, el cura, curioso, asomó su cara al exterior y constató como los hombres, con sus pié hundidos hasta mas arriba de la pantorrilla en el fango ponían sus hombros en los costados del carromato y empujaban con fuerzas. Cuando estuvieron en tierra más firme los pasajeros de tercera se quitaron el barro de sus pies, limpiaron sus ropajes embarrados y tomaron su asiento con una normalidad que el sacerdote no lograba entender, pero seguía sumido en su silencio.

El penoso camino se hacía largo, las horas pasaban lentas, y los pasajeros de tercera clase, bajaban de cuando en cuando a ayudar a los caballos a cruzar algunos charcos de barro, subían y se acomodaban con una normalidad que hacía presumir al cura una tremenda habitualidad a estas situaciones. Pero nuevamente ocurrió algo esperado y no deseado, el carro no salía del barro, los pasajeros de tercera forcejeaban tenazmente por lograr despegarlo del lodazal, pero este no cedía, y la voz de cochero se oyó nuevamente.
- Pasajeros de segunda...
Dentro del carro otros pasajeros se aprestaron a bajar previamente preparados para afrontar la situación, se cambiaron el calzado arremangaron sus pantalones y bajaron, el cura se quedó sentado en silencio, pero el cochero alzó su voz sentenciosa de manera tal que logró incomodarlo.
- todos los pasajeros de segunda, señor cura
El cura se quitó los zapatos y se calzó unas sandalias de penitencia, arremangó sus sotanas y descendió del carro, había resignación en su rostro, sus labios se movían lentamente, y en un murmullo que solo él y su destinatario podían entender dijo. “Comprendo Señor, que ante ti somos todos iguales, pero de todas forma, desde hoy en adelante siempre sacaré pasajes en primera clase”

martes, noviembre 14, 2006

EL amigo

EL AMIGO

Con las manos encerradas en los bolsillos, y pasos seguros, enfundado en una chaqueta de gabardina azul y un sombrero parecido a un tirolé, se pasea indeterminado por la acera tendida a lo largo por la avenida polvorienta.
Circulan fortuitos algunos transeúntes, que miran de soslayo al extraño que pasea.
La mañana desciende de las estribaciones de los cerros que coronan el valle que es partido por la cuchilla añosa de un río murmurante.
El hombre continúa recorriendo el mismo trayecto como un péndulo que se arrastra por la acera terrosa. Con la mirada caída un par de metros delante de sus pasos sigue la rutina de caminar hasta un punto señalado en el azar, y retorna hasta otro punto que también permanece tácita y azarosamente señalado.
El sol carcome la sombra tendida a lo largo de la calle, enjuga el rocío que lloró la noche y golpea el rostro enjuto del hombre que camina y camina en un segmento de la acera polvorosa.
En silencio se precipita el tiempo, alargando incesantemente una espera contenida en la esfera de la conciencia donde se dibuja un encuentro incierto, tenso, y por sobre todo; sorpresivo.
Ahora, solo una mano es la que permanece sosteniendo algo en el bolsillo, la otra, se entretiene dibujando estelas en el aire con el humo de un cigarrillo que viaja desde el costado del cuerpo hasta su boca.
Atentos sus ojos escudriñan la perspectiva de la avenida que se estrecha a la distancia, observa ansiosamente las siluetas que crecen mientras se acercan, aguarda paciente, como el cazador que vela por su presa.
Conoce exactamente cada detalle de suelo que transita, es como un tic este caminar incesante, igual que el que hiciera por años en el patio del panal, “estirar la cuerda” le llamaban, era un ir y venir durante muchas horas para fatigar el cuerpo, para matar las esperas, para romper el tedio, para acercar el tiempo del fin de las condenas...
Algo le dice que pronto vendrá que asomará como todas las mañanas con un andar cansino como no queriendo llegar a ninguna parte y con los ojos escondido detrás de los párpados casi cerrados, tal vez, pensando como todos los días en lo generosa que es la vida.
La mano del policía lo dio vuelta con violencia, y sin que le diera tiempo a nada lo golpeo violentamente en la cien y no se recuerda de nada mas hasta que se vio en el calabozo, lo demás es historia, la condena, la cárcel, eso es nada, solo accidentes que hay que sortear de alguna forma, pero de alguna manera, hoy es el tiempo esperado durante mucho tiempo, es el trago que calmara la sed retenida en la garganta del tiempo.
Los ojos de la niña desarmaron sus arrojos, las manos que se trenzaban en sus brazos, y las palabras que se anidaron en su conciencia, se fueron haciendo mas sonoras en esta tranquila mañana de primavera. Los ojos se nublaron por las emociones y las ásperas rieladas del sol sobre su cara, mantenía, sin embargo la entereza, la firmeza de su caminar y su mirada ladina tendida a lo largo de la avenida.
Habrá más tiempo mas adelante, cuando los años pasen con más aplomo para mirar estos momentos, cuando todas las heridas estén sanadas, y las traiciones se hayan borrado de los códigos tácitos que reglamentan la vida de los hombres que se hermanan.
Se cimbra sobre una rama con su güergüero prodigioso, un zorzal saludando la mañana, mientras a lo lejos un silueta se recorta cansina, y mansa por el centro de la calzada, los ojos del hombre se empequeñecen mientras se clavan en la figura que se desdibuja en el trasfondo gris, como una mancha indeseable que perturba la armonía de la calle tranquila.
El hombre sin dejar de caminar, rompe la singularidad de sus paseos, y cruza el límite tácitamente establecido y avanza al encuentro del incógnito personaje que se recorta a la distancia, las manos se crispan en sus bolsillos, el corazón se acelera a mil. Toda la espera contenida por tiempo se precipita ahora en sus pasos, siente deseos de correr, de iniciar una carrera desenfrenada, pero, lo detiene la cordura que antes no tubo, el no querer equivocarse, el querer saborear este momento, el complacerse en el resultado de la espera.
- Te juro que yo no he sido, te juro que nunca te traicionaría- se lo decía allá, detrás de las rejas, tratando de aminorar su falta, de cubrir su traición con palabras, le hablaba bajito como queriendo que nadie mas las oyera como si estuviera ocultando su falta de hombría, para que nadie notase que el era un traicionero, que el había vendido su amigo, que nadie, si no él, era el culpable de que ahora estuviese tras la rejas. De todas maneras, él llegó a pensar que tarde o temprano tendría que pagar sus faltas, pero la traición era lo que le dolía, y sin quererlo volvía a la imagen de la niña aferrada a su brazo suplicándole que no le hiciera daño a su padre, volvía a ver esos ojitos llorosos que lo miraban hacia arriba, mientras sostenía al miserable del cuello y con la otra mano trataba de golpearlo, pero la niña estaba prendida a su brazo.
Ahora la distancia era mínima, no más de cien metros, podía distinguir claramente que era él, el dato estaba preciso, a la hora señalada el pasaba por esa avenida, indiferente a todo, como si su conciencia fuera un remanso de tiempo, un pozo limpio y sellado, caminaba tranquilo, sin percatarse siquiera, que un desconocido avanzaba directo a él en una misma línea, era como si no hubiera memoria de nada en su mente. Él hubiera querido que ya lo distinguiera, que se le pintara el pavor rostro, que asustado tratara de huir, sería mas fácil para él, que lo delatara la huida, que la suplica del perdón acudiera a su boca y clamara por su vida, pero no, no era así, aun mas, mientras mas se acercaba creía ver en su rostro cierta alegría como si fuera bueno verle, como si estuviera preparado para el encuentro.
- No le pegue a mi papá, no le haga daño.- los gritos de la niña habían alborotado todo, la gente se detenía a mirar que pasaba, eso le incomodaba, y por largo rato todo no fue más que forcejeo, no podía usar sus fuerzas sin que la pequeña saliera lastimada, eso lo detenía, pero la ira era incontrolable, le buscaban, y sólo el maldito que tenia entre sus manos estaba al tanto de todo, nadie mas podía delatarlo, se debatía en la incertidumbre de darle un escarmiento para el resto de su vida o hacer lo que se le hace a los traidores, sólo eso recuerda, un golpe cegó sus sentido hasta que despertó en el cuartel de policía.
Sacar la navaja del bolsillo del pantalón y apretar el botón que estiró la hoja fue un acto ensayado muchas veces, lo hizo con elegancia, con maestría, pero sin prisa, ocultando astutamente sus movimientos, mirando siempre el rostro del rival, buscando la expresión de sorpresa que le dada por su presencia, buscaba insistente un ademán de terror delatara su miedo. Pero no encontraba nada, la serenidad del rostro, la parquedad de sus ojos, lo hicieron vacilar un segundo, era como si le hubiera esperado y conscientemente que le saliera hoy al encuentro.
Se quedó con la mano encogida cerca del costado sin quitarle los ojos de encima el hombre también se detuvo, ninguno hizo movimiento alguno, la tensión del momento iba pasando lentamente, mas los músculos de ambos seguían tensos, el uno ocultando la mano armada debajo de la chaqueta de gabardina azul, y el otro arropado por un largo paletó mantenía sus manos invisibles, sumidas en las carteras.
Permanecieron inmóviles otro lapso de tiempo, como queriéndose adivinarse los pensamientos. Sin mediar palabras, la mano armada surcó el aire para acometer el cuerpo del rival, este, con un pequeño giro, esquivó la puñalada mientras sacaba su mano derecha del bolsillo del paletó la que traía un oscuro laque que zigzagueó en el aire para caer entre la nuca y la espalda del agresor. Mitad sorprendido, mitad aturdido este fue a dar de bruces en el suelo, cuando estuvo en condiciones de levantarse, se encontró de frente con su puñal que ahora, en las manos de su adversario le apuntaba la cara. Con un gesto torpe hizo girar la daga y se la entregó le extendió, la mano y le ayudó a ponerse en pie, mientras le hablaba bajito.
- Dejé la tetera puesta, vamos a tomarnos unos mates, así celebramos también que hayas vuelto.

Con pies ágiles.

EL PATRON

Con pies ágiles, y pobremente calzados, va quebrantando la escarcha esparcida en el amanecer frío, la brisa la abraza generosa, atraviesa sus ropas livianas y desvanece la tibieza de su cuerpo juvenil que se entumece. Camina erguida, digna, hermosa, por un sendero que serpentea por los potreros desnudos, deshojando un presagio negro en su mente de niña.
- Tai bonita María,- la había dicho el patrón unos días atrás, mientras su mirada lasciva la recorría entera.
También lo vio ayer, atisbándola de lejos, como queriendo aprenderse la ruta que hacía cada mañana para irse a la escuela. Semi oculto, entre los arrayanes del bajo simulaba revisar unas cercas mientras la espiaba.
La Eulalia, tenía su edad cuando el patrón la tomó para sus servicios, nadie le dijo nada, se la llevó a su casa, y más tarde, la casó con el celador de las aguas, así sabía que estaba sola en las mañanas... Pero ella, ella no, no, ella no sería como la Eulalia, ella tenía otras ideas, se iría un día del fundo a probar suerte en algún empleo del pueblo, para no llenarse de chiquillos, para no ser como su madre que envejeció tan joven, para no vivir tan miserablemente sin otro horizonte. Que no sea, el hollín de la cocina.
Iba sumida en sus cavilaciones, ajena al entorno del camino, guiada por la costumbre de recorrerlo tantos años. Giraba una pequeña hondonada cuando una mano firme la aprisionó del brazo y la tiro con fuerzas hacia un árbol añoso que se erguía solitario. Sus ojos empañados de odio, chocaron con el rostro regordete del patrón que la miraba perversamente, pero ella no se intimidó, permaneció serena, mientras la mano velluda del hombre acariciaba su pelo.
- No te asustís que no te va a pasar nada – le dijo en voz baja, y continuó – Y pórtate bien para que tu papá siga trabajando en el fundo...
Enseguida el patrón se quitó el poncho lo tendió en el suelo, y acomodó a la muchacha para arremeterla brutal, desalmado, irracional...
Sobre el tapiz blanco del potrero rodaron entrelazados, el grito desgarrado de la niña violentada, y el alarido enronquecido de dolor del patrón que caminaba tambaleándose mientras trataba de quitarse un cuchillo del pecho cada vez mas ensangrentado.

jueves, noviembre 09, 2006

Búscame

Búscame en el horizonte que adviertan tus ojos,
en el requiebre de soledades herméticas,
donde el llanto se cristalice en la escarcha,
y el viento surque el rostro como una bofetada.

Búscame donde el día y la noche sea uno,
donde los relojes son injustificados,
donde el río talla el costado de las rocas
y los ecos se multiplican rebotando en la nada.

En la fosca sobre vivencia de la natura,
en el armiño que cubre mi entorno
o donde el trueno trice los arreboles de la tarde.

Búscame, en este exilio de anacoreta voluntario,
en este inverosímil cajón de montañas,
donde los senderos no existen,
y mis huellas rebotan en las piedras
que nadie pisará donde he pisado.

No estaré en los lugares de entonces,
ni en la quietud de andenes solitarios,
ni en aeropuertos de sueños siderales,
ni en calles repletas de gente presurosa,
ni me hallaras detenido en los umbrales,
de recintos bruscamente clausurados,
ni rondando recintos dolorosos,
ni hurgando en palabras desgranadas,
de una espiga de versos inmaduros.

Tampoco estaré como ante
en las estaciones de la luna,
ni en el rumor de las hojas tristes,
que el viento en tu jardín sacude.

Podrás encontrarme si lo quieres,
en todas las cosas que fueron nuestras,
pero no detendrás tus ojos en mi presencia,
que ya no existo como el hombre,
como el amante,
como lo fui cuando tuve todo lo tuyo,
solo soy sombra entre las sombras,
llamada sin respuesta
perenne ciudadano de mundos olvidados,
arriero de quimeras,
soldados desertor de esta ultima batalla.

Maximiliano...

fin

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